El camión de la basura. Poco más que añadir. Lo oigo desde la cama como cada noche desde hace cincuenta y tres. Como cada noche, sola. Los fines de semana duerme mi hermana pequeña en la cama de al lado. Podría dormir en otra habitación, pero prefiero hacerlo en ésta en la que nunca estuvimos juntos. Además, agradezco la compañía.
Estamos sin wifi desde ayer. Le escribo cada día. Me desahogo y me confieso. Registro retazos de recuerdos en estilo telegráfico. Eso, hacer punto, estiramientos musculares y comer manzanas, nueces y yogures es todo lo que hago, y eso cuando lo consigo. Y llorar, claro. Sin olvidarse de gritar, abrazar y pedir perdón a mis padres y hermanas.
Apenas tengo amigos. La mayoría de los que se acercarían a esa categoría no lo saben. No puedo ni quiero contar con nadie. De hecho, a veces quiero. Pero no puedo.
Escribo en una postura incómoda, tumbada en la cama con dos almohadas debajo de la cabeza. Hablar de incomodidades o molestias me exaspera y humilla. Me degrada, me coloca en una posición adecuada para apreciar lo miserable que soy. Qué cotas de miseria no puede alcanzar un ser humano sobreviviendo.
Escribo con un iPad, con un teclado táctil. Despacio pero sin pensarlo demasiado. Es tarde. Ayer me dormí a las siete de la mañana. Los ojos me escuecen y se entrecierran en algunos momentos. Sin embargo, antes del sueño están las imágenes terribles, los recuerdos de espanto. No, esperaré a que el sueño se haga más fuerte antes de intentar entregármele.
Llevo un reloj Casio color berenjena que compramos en Seúl. En una tienda de la marca el el barrio de Itaewon; una zona comercial y animada donde reside la mayoría de la población extranjera de origen occidental. Una vez se sale de la avenida principal, las calles pierden geometría y definición, se vuelven estrechas, con tráfico escaso y mal regulado, llenas de tiendas y establecimientos de comida de aspecto claramente coreano. Al lado hay una base militar estadounidense. Justo al lado de la base vimos una tienda de medallas, placas y otros objetos condecorativos. Después de dudar un rato (yo), entramos a preguntar por las medallas. Me gustaba la idea de conseguir una, pero pensé que serían muy caras y no quería en ese caso ceder al antojo una vez tocado el objeto con los dedos. Me animaste a entrar, pero no se dio la disyuntiva. No estaban en venta.
Desde allí nos acercamos al museo Leeum de Samsung. La sala de arriba estaba dedicada a la cerámica tradicional. Las de abajo, al arte contemporáneo. Vimos juntos la primera y yo sola las otras dos mientras me esperabas sentado abajo, entre el mostrador de información, el ropero y la zona de souvenirs. Compraste unas cajas muy bonitas esmaltadas y nacaradas con inscripciones y muestras de caligrafía coreana. Yo compré, al llegar, y después, imagino (imagino y estoy segura), de besarte, una funda para el móvil que, aparte de unos dibujos infantiles de casas con piernas, tenía impresos el nombre de Seúl y el del museo.
Era un poco tarde para comer. La mayoría de restaurantes ya estaban cerrados o habían acabado el horario de comidas. Al final entramos en uno de carne que tras apenas un minuto de quedarnos, sobre todo quedarte, mirando las fotos en el exterior, provocó la salida de una mujer que nos invitó a entrar. Y entramos. Puede que no en ese momento. Puede que aún intentáramos encontrar otro restaurante abierto que no fuera sólo de carne. Los inconvenientes serían míos. Ante el fracaso, volvimos y se repitió la operación: mirada a las fotografías de carne roja y veteada cortada en trozos regulares e invitación de la misma mujer que se asomó a la puerta. Pues bien, sí, entramos. Fue nuestra primera experiencia carnívora en el país. Nos dieron muy buena atención; les hacíamos gracia. Nuestros ojos redondos abiertos como platos, nuestra torpeza y desconocimiento de los alimentos y de cómo abordarlos. Nos atendió una chica que farfullaba un inglés precario. Con buena voluntad y curiosidad por ambas partes. Fue la primera de varias que nos preguntó qué éramos el uno del otro. ¿Es que no estaba claro? Igual quería saber si estábamos casados. Parece que las coreanas encuentran muy atractivos a los hombres con barba, dado la tendencia lampiña de los locales, y que son frecuentes las parejas de ellas con occidentales a la vez que raras las de mujeres occidentales con hombres coreanos. Le dije que éramos novios. Siempre digo que somos novios. Ni pareja ni que seas mi marido. Para mí es más bonito ser novios, y más exacto. A ti, en cambio, te parece que es restarle entidad a nuestra relación. Pareja que sean otros y que se aburran y sigan siéndolo. Nosotros somos novios, siempre. Te hizo gracia pensar que estaba valorando posibilidades contigo, ser un objeto peludo de deseo.
Nos trajeron muchos platitos de verduras, setas y alimentos sin identificar. La chica nos iba diciendo si eran picantes, en qué orden y cómo comerlos. La carne se preparaba en unas planchas en el centro de la mesa. Extractores de bronce se descolgaban desde el techo y se acercaban a la mesa mientras duraba el cocinado de la carne. Hojas de lechuga se usaban para enrollar la carne, junto con el kimchi (col cocida muy picante) y otras verduras y salsas. Estabas feliz. Y yo, entre tus ojos y el calor de las planchas; radiante.